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  • Foto del escritorFran Lorenzo González

Vigor, por Eva Isabel Serrano


Me asomé a la ventana. No tenían nada que ver aquellas vistas con las vistas prometidas por teléfono, nada que ver con las imágenes que me mandaban y que durante casi un mes habían servido de fondo de pantalla en mi ordenador como método de adaptación.


Lejos quedaban todas las bocas que, en lugar de hablar, masticaban palabras, hacían frases y las repetían en diferentes lugares y por diferentes personas, frases hechas que no llevan a lugar alguno. A ningún lugar. Cientos de reuniones, cafés y cerveza. Cientos de despedidas y de abrazos. Bares repletos de gente y frases, frases, frases…


Mamá ajustaba el delantal y me miraba de reojo, era tan fácil engañarla… sujetar el tenedor rápidamente y tener la mandíbula en movimiento. Ajustaba el delantal en un gesto casi mecánico, un tic más que tenía, como retirar el pelo hacia atrás, un impulso cada vez mayor, incluso cuando estaba totalmente recogido.


Mamá me enseñaba exactamente las mismas cosas que habían servido para llevarme donde ahora estaba. Me enseñaba que si sabía mentir el tiempo fluiría, no se detendría en asfixias y momentos incómodos. Que, si sabía elegir lo que quería antes que los demás, podría disfrutar antes y glorioso ante los demás. Me enseñó innumerables cosas que ella pensó que no tendrían trascendencia.


Soñaba clarísimo como una visión en un lado del salón, mi futuro. Tendría un camión, un camión quizás heredado de mi padre. Podría ser que aún conservase el nombre de mi madre y de mi padre sobre el cristal frontal. Estaría aparcado, como un árbol caído, sin ruedas en cualquier parte en mitad de la sierra, en mitad de una montaña. Subido allí con poleas o troncos rodantes. Mi cabeza era fantástica para imaginar cosas así, cuál moái, mi camión se anclaría en el cerro más alto, en el pico más alto de la sierra. Ese precioso cuadro que nos regaló mi tío Rodrigo, el Yelmo, Cerro los Hoyos, la Najarra, Bailanderos, Asómate hoyos…


Mi camión allí con una cama mullida, una cocinita, mi mesa para escribir y «recreo», mi precioso perro lobo en la puerta, vigilando cómo cae la tarde sobre los pinos, como poco a poco me voy quedando dormido en una silla frente a aquel espectáculo inigualable. Con los parpados pesados de contemplar tanta belleza.

Así me dormía en el salón con la tele hablando sin decirme nada, con los oídos tapados de imaginación. Así era mi siesta a diario en el sofá de casa, caminando por bosques y recogiendo piezas para alimentarme hasta que papá llegaba del trabajo.


Los estudios fueron puro trámite, me costaba menos que a la mayoría de mis compañeros. Vi a muchos pasarlo fatal sin llegar a comprender por qué haciendo más que yo, se quedaban en el camino y yo continuaba. Bastaba con leer un par de veces aquello que querían que leyésemos. Era sencillo, solo había que leer, leer de verdad. No como oír con los oídos tapados la tele. Leer como escuchar a un amigo hablar de un accidente o de un resultado de un partido. Leer en serio con los ojos y las orejas. Yo leía por las noches, siempre con el silencio que da el balanceo del ronquido de tu padre durmiendo. Leia a conciencia y soñaba con lo que leía. Esto es más fácil de lo que parece.


Y poco a poco fue convirtiéndome en alguien brillante, como querían. Justo esa persona que habían soñado en sus sueños de sofá.


La diferencia era que yo no había soñado con eso, que eso a mí no me acunaba en ningún sueño.


Fui haciéndome mayor, muy mayor. En muchas ocasiones me vi más mayor de lo que era, casi siempre. Lo hice todo un poco al revés, me enamoré a los 15, me casé con otra persona a los 30 y quise tener mi primer hijo con otra persona a los 40. Todo al revés. No fue mutuo el amor en mi primera relación, no fue una boda por sentir que casarse era algo especial con mi segunda historia, ni conseguimos tener un hijo mi tercera pareja y yo.


En la línea paralela al amor en mi vida se fueron sucediendo trabajos que ya casi no recuerdo. Creí ciegamente en que llegar a tener un trabajo de una afición era la meta, repito que son teorías por mil bocas dichas, teorías de bar. «Haz lo que te guste y consigue con eso dinero». Me obsesioné un tercio de mi vida con este absurdo sinsentido. A mí lo que me gustaba entonces, ahora y siempre había sido vivir en un camión y tener un perro lobo de compañero. Tuve un buen trabajo, un trabajo que tenía relación con lo que había leído durante mis años de carrera. Hice diseños de carreteras y se puede decir que construí puentes que unen a personas con otras personas. Fui un buen chico un tiempo, seguí el camino correcto, ahorré para mi jubilación y lo dejé todo por trabajar en un bar de carretera camino a Gredos, concretamente en Arenas de San Pedro.


Los últimos años de trabajo sentí estar más cerca física y mentalmente de aquel cuadro de mi difunto tío Rodrigo. Servía desayunos, comidas y cenas a cientos de personas que iban y venían por la A5, una mañana podía ser como mil mañanas, diferentes individuos con sus extrañas historias, camiones que paraban preciosos y largos como lofts con terraza, nombres de mujer encumbrando el frontal del cristal, tantos como nombres de mujeres hay en el mundo.


Esos años fueron los más parecidos a «años felices» que puede tener una persona. Pero ya era un poco tarde para el siguiente plan.


Un mañana, recién subido el cierre del restaurante, advertí a lo lejos, por la vía de servicio, acercarse el coche de mi jefe, un espléndido BMW de hacía un par de años. Seguí con mi tarea; bajé las sillas de las mesas y despacio entré tras la barra a encender la máquina de café. Pasé el paño varias veces por el mostrador mientras vigilaba cómo Samuel aparcaba justo delante de la primera mesa de la terraza. Traía cara de pocos amigos, Samuel como todos mis jefes nunca tuvo cara de buen vivir, no supo mirar más que su triste tristeza como todos.

Me hizo sentarme en las mesas que servía comida a diario y se sentó frente a mí. De repente, me sentí un extraño, él mismo me puso el café antes de darme la noticia. Un auténtico extraño en un lugar que inútilmente había tratado como mío todo este tiempo. Samuel sacó un taco de papeles de una carpetita de cartón como las que usaba para separar los temas en el instituto y, moviendo el boli de un lado a otro de la mesa, me explicó con la verborrea de alguien que no sabe de qué habla que era el gran día. Era el día de mi prejubilación.


Me quedé callado largo rato, no recuerdo bien qué sucedió durante la mañana, cómo firmé aquello y como llegó a abrazarme, porque eso sí recuerdo que lo hicimos. Tengo vagos recuerdos de aquellas horas. Intento hacer un esfuerzo con mi mente y rescato solo quince minutos. Una pareja de jóvenes tiene la mesa desbordada con un refresco que les serví congelado, una coca cola que me reclama el chico. Y un trasluz como angelical, recuerdo sus figuras, ella con pelo largo, y él con las gafas en la cabeza limpiando con servilletas de las que no absorben la mesa inundada de líquido. Se montan en un coche negro con un peluche en el salpicadero, justo enfrente de la primera mesa de la terraza y se van mientras los miro alejarse. Sucede todo muy lento. Ese fue el último desayuno que puse en aquel lugar, y esas dos personas el último recuerdo y único de ese definitivo día.


Hoy ya, habiendo echado tiempo de por medio, he llegado a la residencia, residencia Vigor se llama. Es gracioso este nombre. Me he asomado a la ventana y no hay árboles a pesar de estar en la sierra, no tiene nada que ver esta vista con la vista que me prometieron por teléfono. Cientos de frases que me hablaban de las maravillas de este aire y este lugar, tantos bares, reuniones, cafés y cervezas charlando de lo mismo.


Hace poco leí en un libro de Rubén Gallego decía que era peor una residencia que una cárcel, que aquí la condena no tiene un fin. El fin de la condena es el fin mismo. Intento no pensar en esto. Intento olvidarlo como olvidé muchos días y muchas cosas a lo largo de mi vida.

Intento pensar cuando vienen estas ideas en aquella pareja a trasluz un día de verano. Seco su mesa con un paño y les pongo un exquisito nuevo desayuno ese día y muchos días que entonces vendrán.


Recurro a mamá, le ato el delantal, recojo su pelo y caigo a dormir.

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